← Back to portfolio

El sueño de Schrödinger

Publicado originalmente en Zine Colectivo.


Finales de junio, 2020, Berlín - 15:34 horas.


M10 dirección Hauptbanhof. El tranvía llega sumido en una bola de luz amarillenta color salsa holandesa. Hace calor, nivel salmonela. El clima lleva días seco, sin un hilo de viento. Los pajarillos vuelan sin ganas, aburridos, planeando lentos sobre los casi 40 grados de temperatura que hierven este verano raro la capital alemana. Las mascarillas aprietan con sus gomas elásticas la piel, el oxígeno, las ganas. Sin ellas, subo al tranvía en la parada de ese enorme cruce donde se besan la Prenzlauerallee y la Danzigerstraße. Lo hubiera evitado si no fuera porque ayer la bici me dejó tirada. La presión de una de sus ruedas sucumbió al calor. Las puertas del tranvía se abren de forma automática. Una ráfaga de viento polar, antinatural, choca contra mi piel al descubierto. Un escalofrío, in crescendo, recorre amable todas mis vértebras desde el coxis hasta alcanzar mi cuello. Tras un triple pitido las puertas peregrinan el camino inverso, se cierran a mis espaldas, enclaustrando esta cápsula horizontal de frío y silencio irreal hacia el oeste de la ciudad. El vagón va casi vacío. Tampoco hay bocas a la vista. Las mascarillas nos denominan en común. Nadie habla. Incluso quienes van en pareja. Se mira sin mirar. Por vergüenza, con lo poquito que nos resta de dignidad. Solo se oye el zumbido envolvente, rápido y mecánico del tranvía en movimiento. Sigue habiendo cierto miedo. Lo dicen las miradas compungidas, algunas, perdidas hacia algún lugar más allá del cristal, otras, embebidas en las manoseadas pantallitas de los móviles. El pavor al contagio por el dichoso virus ha conseguido posarse en esta ciudad; otrora indomable; ligera como una pluma, intensa como un rugido. Hoy, en este sofocante día de verano, el suspiro de un tigre derrotado se hace eco dentro del vagón. Lenta, tratando de no despertar a la bestia, me encamino por el pasillo y apunto al asiento que queda libre en el pequeño hueco entre la maquina expendedora de billetes y la puerta. En frente, a menos de un metro, tres asientos me miran y un chico, solo, en el centro, me ignora mientras otea las páginas de un libro viejo. Chispean los cables por encima de nuestras cabezas. El tranvía pega un frenazo zarandeando ligeramente al chico de enfrente. Su mirada levanta el vuelo y cruza fulgurante mi horizonte visual. Milisegundo musical. Siento un gato maullar. Es solo el corte felino de su lagrimal. Menta. Menta polar. Segundos después, ese doble poema de azules turquesas se vuelca, entregado, sobre el libro. Y yo, me quedo aterida, pasmada, completamente helada, como si estuviera en la punta más alejada de una escollera, después de que un ola fuerte y caprichosa, hubiese vertido su espuma salada sobre mi boca abierta. La corriente de electricidad vuelve a empujar al tranvía, y yo, aún con la rigidez del calambre, saco torpe mi libreta. “No ha sido, nada”, pienso. “Es solo una mirada”, escribo. “Solo una mirada”. Su boca, como la de todos los demás, está secuestrada. El tranvía se detiene, abre sus puertas y el verano insiste en que fuera sigue existiendo. Entra un joven tatuado, de mirada chisposa, con una mascarilla negra en la que lleva escrito “smile” con tinta blanca, un pastor alemán le acompaña, sin bozal, jadeando mientras deja caer una rosada lengua larga. Detrás sube una madre joven, con mirada agotada, empujando un carrito en el que duerme un bebé con una diminuta sonrisa satisfecha. La mujer busca un lugar en el que aparcar su aparatoso convoy, mientras otro niño, pegado a su larga falda veraniega, tira de ella con sus pequeñas manos y un enfado ciclópeo ardiendo en sus ojillos. Desfilando, se cruzan ruidosos entre mi libreta y las piernas del chico, como una bandada de estrepitosos pájaros asustados por un estallido. El tranvía retoma su curso. El chico sigue ahí. Impertérrito. Solo, entre dos asientos vacíos. Apolíneo. Sin inmutarse de mis observaciones aquilinas. Parece una estatua griega a la que aún no le han esculpido la boca, oculta aún bajo la piedra de una elegante mascarilla color Panama Jack. Sus manos, enormes, pasan livianas las páginas del libro que sostiene con primor. Un largo haz de luz anaranjado cruza de sur a norte la ciudad, atravesando la ventana a mis espaldas, proyectándose sobre el tipo, dibujando luminosas sombras en los mechones castaños que le caen ligeros de su frente noble y soberbia, sobre su libro, sus piernas vellosas y su camisa entreabierta color limón. Una voz metálica anuncia la parada frente al muro de Berlín. Sube un señor anciano, con una mascarilla azul sobre la que ojos grises pregonan resignación. “Lo que habrá vivido este pobre hombre”, figuro: postguerra, treinta años de muro, Guerra Fría, reunificación. Y ahora, una pandemia. En la televisión del tranvía recuerdan que las mascarillas siguen siendo de uso obligatorio so pena de multa. Aún no hay vacuna. Le ofrezco al señor mayor mi asiento y lo rechaza. Chiribitas de agradecimiento revolotean en su velada mirada. Se queda de pie, al lado de la puerta, apoyándose en un moderno bastón. Los ojos gatunos del tipo de enfrente han seguido cada uno de mis últimos movimientos. Siento la radiación de su mirada láser como un aliento cálido, pausado, en el tobillo. Miro, y el perro del chico tatuado, tirado en el suelo del vagón, exhala tranquilo hacia mis pantorrillas. Me río y siento que el tipo de enfrente también lo hace. Lo dice su mirada, arrojando un interés intenso hacia la escena. Sus ojos, alegres e inteligentes, interrogantes por un momento, terminan por sumergirse de nuevo en las profundidades de su libro. “¿Qué leerá?”. El tranvía sigue su curso y un resto del muro de Berlín corre raudo tras mis espaldas. Pienso en la fragilidad de la historia. Una palabra mal dicha cambió el destino de una nación entera. El muro se derrumbó por una conferencia de prensa mal hecha. Un instante fugaz cerró un tremendo capítulo de los anales de la historia alemana. Un “hey, hola, ¿qué tal?”, por ejemplo, lanzado hacia el chico, desde mi diametral metro de separación podría derretir rápidamente el hielo entre nosotros como un cubito a la orilla del mar. Inseguros, primero, valientes, después, tal vez, nos atreveríamos a deshacernos de las mascarillas, como dos nudistas osados en plena calle, ante la indignación del resto de pasajeros y sus miradas inquisitivas, para dejar libres nuestras incautas sonrisas. Cándida y hechicera, inclinando mi cuerpo en curva interrogante hacía él, me interesaría por su lectura. Desconcertado, por un instante, animado después, cerraría con delicadeza el libro y sonriente, tras recuperar el tono de su voz -por un momento carraspeante-, me contaría que está leyendo algo de Klaus Mann, Stefan Zweig, Arendt o Hans Fallada, por ejemplo. Tal vez, me confesaría, entonces, que es un historiófilo, amante del modernismo alemán y un esteta, pero que en realidad le importan una mierda las apariencias. Alegre, histriónica, cargada con la felicidad que provoca el encuentro con una desconocida alma afín, le revelaría que también me apasionan las letras alemanas, sobre todo las de principios de siglo, que en este momento estoy inmersa en el onirismo freudiano de la “Traumnovelle” de Schnitzler, que el film “Eyes Wide Shout”, como casi todas las versiones cinematográficas, no le hace justicia a la obra pero que, en todo caso, las máscaras sólo son buenas, -como en la novela-, si te las pones como antifaz en una fiesta secreta. In crescendo, entre tímidos silencios, animados, compartiríamos impunemente en ese metro de cosmos dentro del vagón, patógenos, ideas, feromonas y nuestros números de teléfono. A los pocos días podríamos estar recorriendo de noche, a paso lento e íntimo, la orilla del Spree, con una Berliner en la mano, hasta llegar al parque Monbijou y bajo la cálida luz de las estivales hileras de bombillas que cuelgan sobre el muelle, me explicaría sotto voce que allí una vez hubo un suntuoso palacio donde las reinas y las amantes de los reyes prusianos organizaban sus fastuosas fiestas de máscaras y disfraces. Entonces, llegaría una inesperada ventisca, cargada de aromas de verano y con el Bodemuseum a mis espaldas, me quitaría un mechón rebelde que habría conquistado la comisura de mis labios y… O ¿quién sabe? Mi ilusión también podría morir a la orilla de una mañana pálida y gris, tras haber pasado una noche irrefrenable, en una de las muchas raves ilegales que este verano crecen como setas en los rincones más inhóspitos de la ciudad. Un beso helado, circunspecto, cerraría el capítulo de ese chico de mirada azul, bajo el deslucido dintel de una puerta, con la irresistible certeza de que, como ocurre tantas veces en esta ciudad, no nos volveríamos a llamar jamás. Una sinfonía patética pondría ritmo a mis pasos descendentes sobre los vetustos escalones de un viejo altbau berlinés, para salir, hacia la ténue luz del amanecer. Amargura al despertar tras un sueño de miel. Un Berlín del verano del 45 en mi alma, hecha polvo y en ruinas. Schrödinger me diría que en una dimensión cuántica podría ser todo y nada de lo que mi espectro de lo imaginable dé de sí mientras descarada, observo al chico refugiarse en su libro y en su calma pétrea. El tipo de mirada felina, sería la incógnita viviente del gato que en el experimento del físico austriaco depende del capricho de un electrón para morir o seguir maullando. Con la agilidad de un minino, veo ahora que el chico se levanta, mientras la robótica voz del tranvía anuncia a través de los altavoces la aproximación a la parada del Museo de Historia Natural. Las puertas del infierno exterior se abren dejando entrar el ruido y el sopor de la ciudad. Él, erguido, con respeto victoriano, casi con la dramaturgia de un actor de teatro, espera a que pase la madre con el carrito y el niño -que ahora grita de felicidad-, el tipo tatuado y su perro sin bozal, y el señor mayor con el bastón, para después seguirles, último de la fila, en su huida, fuera del tram. Yo también le sigo, con una ojeada, tras el sucio cristal, clavada, encadenada a mi asiento, como a una presa a la que han privado de su libertad. Su mirada, ahora, escapa libre e indómita y oceánicamente azul, hacia el cielo que cubre límpido el mundo exterior. Tras despojarse con ímpetu de su mascarilla, su mirada, ahora indagadora, en un giro inesperado de la historia, se torna hacia el interior del vagón. Éste enmudece, en diminuendo, tras los tres pitidos de rigor, a medida que se cierran las puertas. Víctima total de una Medusa vil e insolente, petrificada tras chocar con la dolorosa caricia de sus ojos, me quedo ahí, en el pequeño hueco entre la puerta y la máquina expendedora de billetes, mientras el tranvía comienza lentamente a moverse. No logro ver ni su nariz, ni su mandíbula, ni sus pómulos, ni sus labios. Sus ojos gatunos, de pureza penetrante y ardiente, son el último renglón del guión antes de la caída del telón. “Es solo una mirada”, leo, mientras avergonzada, detectada intrusa, bajo la vista hacia la libreta abierta sobre mis muslos. Y entonces, siento arder mis mejillas y noto que se incendia el vagón, lo hace trizas, lo levanta en llamas, con la facilidad con la que un rayo convierte en una bola de fuego un montón de áridas y desmedradas ramas. Se acabó el frío polar y la menta glacial de esos ojos. El tranvía, sumido en una bola de luz amarillenta, ígnea, ahora por las irreprimibles llamas del incendio que siento, -y conmigo dentro-, continua su curso, como cualquier otro día regular, al pasar por delante del Museo de Historia Natural, a las 15:58, dirección Hauptbahnhof.